Pessoa o la tiranía del contorno*
Pessoa rompe el encierro del yo en sus heterónimos: Álvaro de Campos el ingeniero moderno y desencantado, Ricardo Reis el latinista conservador y monárquico, Alberto Caeiro, el poeta filósofo. El poeta se desdobla, se multiplica. Afirma y niega, divaga y preconiza. Si dios no tiene unidad, ¿por qué la tendría yo?, pregunta. Acatar el cerco de la epidermis es sucumbir. Ni atarse ni pertenecer: “Credo, ideal, mujer o profesión—todo significa la celda y las esposas. Ser es estar libre.” Libre de los otros, pero sobre todo, libre de sí. Libre de recuerdos, de prejuicios, de opiniones. Quien tiene opiniones se ha vendido. Pero no es sólo la envoltura de su yo la que lo oprime y la que pretende disolver. Lo ofenden el símbolo, el juicio, la definición: todas las cercas de cosas o almas. La verdad es para él sensación sin conceptos. Las ideas traicionan siempre la naturaleza:
No basta abrir la ventana
para ver los campos y el río.
No es suficiente no ser ciego para ver los árboles y las flores.
También es necesario no tener ninguna filosofía.
Con filosofía no hay árboles: sólo ideas.
Las cosas no significan: existen. Tratar de imponerles sentido es dejar de olerlas, tocarlas. Si el espejo no miente es porque no teoriza, ve y punto. Su exactitud es la precisión del analfabeta; la justicia del ojo mudo. Lo dice su maestro Caeiro: quien piensa está enfermo de los ojos. Mira con doctos tapaojos. Deserta así a un mundo que no está hecho para ser pensado sino para ser visto. Por eso sabe que la realidad no se palpa con las manos, no se descubre con neuronas y nunca se pesca con teorías. Para sentir hay que estar distraído, olvidarse de todos y dejarse cazar por la sensación. No es el cerebro confinado en el cráneo sino la espalda abierta y desnuda la que encuentra la verdad del mundo. Tenderse en la hierba, cerrar los ojos y sentir la realidad. El pensamiento será una traición de la mirada, una deserción del sueño.
¡Pasa, ave, pasa y enséñame a pasar!
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